lunes, 6 de octubre de 2008

El Secreto del triunfo.


El secreto del triunfo


EDDIE Rickembacker desafió a la muerte 135 veces y salió vencedor en todas ellas. En 1973, a los 82 años de edad, salió de un hospital apoyado en un bastón y negándose tercamente a recibir ayuda. Cuando su amigo de toda la vida lo felicitó por su recuperación, Eddie le guiñó un ojo y con una risita socarrona dijo:
—“Me he burlado muchas veces de la Parca. Con esta van 135”. Estaba convencido de que la muerte simpatiza con los que aman la vida y viven cada minuto con optimismo y esperanza. Una de las tantas veces que desafió a la muerte fue en 1941, en un choque de aviones en Atlanta, Georgia. Eddie, con un ojo saltado y colgante que le abanicaba la mejilla a manera de adorno macabro, con un codo triturado, con una rodilla machacada como fruta verde, con varias costillas rotas y aplastado por un sobrecargo que había caído muerto sobre él, todavía tuvo ánimo para dirigir a los que fueron a rescatarlo.

En el hospital, donde estuvo semiconsciente por varios meses, enyesado desde la nuca hasta la planta de los pies, parecido más a una momia egipcia que a un ser viviente, mostró la fibra de que estaba formado. Una noche despertó medio aturdido bajo la tienda de oxígeno y oyó la voz del periodista Walter Winchel que daba la siguiente noticia por la radio:
“iBoletín de última hora! ¡Rickembacker agoniza! Los médicos creen que no podrá vivir más de una hora”.

Al oír aquello, Eddie sacó de la tienda el brazo bueno, agarró una jarra de agua que estaba junto a la cama y la estrelló contra el aparato de radio. Ambos objetos se hicieron pedazos. Desde ese momento comenzó a mejorar. Lowel Thomas dice que Eddie parecía haber sobornado a la muerte. Pero no creas que era un loco temerario que desafiara a la muerte por gusto. Fue su lucha por la vida, el cumplimiento de su deber para con su patria, su amor hacia sus semejantes y, sobre todo, su ansia de vivir a pleno espíritu lo que le llevó a encontrarse con la muerte en el aire, en la tierra y en el mar.

Eddie nació en Columbus, Ohio, hijo de un obrero de la construcción, en el seno de una familia muy pobre de 10 miembros. Era un niño pobre y tímido que vivió seguro como una avecilla en el calor de su nido. Pero repentinamente lo golpeó la tragedia. Su padre murió en un accidente de trabajo durante la construcción de un puente. Eddie tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su madre a sostener a sus hermanos. Durante los tristes años de su niñez trabajó en varias empresas.
Su primer trabajo lo tuvo en una fábrica de vidrio, trabajando de noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, ganando cinco centavos por hora. Una tarde, cuando tenía catorce años, un estremecimiento de emoción le sacudió todo el cuerpo. Vio un coche sin caballos pasar ruidosamente frente a él. Era el primer automóvil que llegaba a Columbus. Dominado por un entusiasmo incontenible, Eddie corrió detrás del coche que iba tosiendo y dando saltitos sobre las piedras, a 15 kilómetros por hora.

Poco después se abrió una pequeña fábrica de automóviles en Columbus y Eddie decidió que debía trabajar allí. Durante ocho meses fue cada mañana a la fábrica a pedir trabajo. Durante ocho meses lo rechazaron. La fábrica necesitaba hombres, no niños. Pero nuestro héroe no se desanimó. Una mañana llegó a la fábrica, como de costumbre, primero que todos, tomó una escoba, y se puso a barrer las rebabas de acero que habían caído de los tornos y a limpiar las bancas alrededor de las máquinas. Poco después llegó el dueño.
—Qué hace usted aquí? —le dijo—. ¿Qué desea?
—Voy a trabajar aquí aunque usted no me pague —le dijo Eddie tranquilamente.
Sólo un tigre apagaría la luz del entusiasmo en el corazón de un jovencito así. Eddie consiguió el empleo.
Un día, durante el descanso después de la comida del medio día, el dueño de la fábrica recibió una agradable sorpresa. Mientras los demás hombres fumaban y jugaban a las cartas para matar el tiempo, Eddie estudiaba un curso de ingeniería mecánica por correspondencia. El hombre quedó impresionado. Dos semanas después llevó al muchacho, a pesar de tener sólo 14 años, al departamento de ingeniería, con un buen sueldo.
El más dramático y terrible encuentro con la muerte lo tuvo durante la Segunda Guerra Mundial en la inmensidad del océano Pacífico. Iba en una misión secreta con seis compañeros. Su primera escala era Cantón, un islote perdido en la mitad del océano. Pero el piloto no pudo hallar el islote, se perdió en la oscuridad, se le acabó el combustible y tuvo que hacer un amarizaje forzoso. En la prisa por abandonar el avión que se hundía, perdieron todas las provisiones y el agua. Sólo les quedaron cuatro naranjas.
Apretujados en tres balsas atadas unas a otras, pasaron 24 días en el océano, sin agua ni comida. El sol los quemaba de día y el frío los torturaba de noche. Todos estaban llagados y medio muertos de hambre y sed. Uno de los náufragos murió y apenas tuvieron fuerzas para echarlo al mar.
Pero Eddie no se daba por vencido. Alentaba continuamente a todos a luchar por la vida y a mantener la esperanza. Parece que algunos se aferraban a la vida sólo para darse el gusto de ver morir primero a aquel optimista insoportable que no los dejaba morir en paz, que ya con la lengua hinchada y los labios sangrantes, todavía los incitaba a mantener la esperanza.
Cuando los rescataron, Eddie había perdido 35 kilos de peso. Era un esqueleto crujiente de 45 kilos, pero aún así entregó personalmente su mensaje secreto al general McArthur. Por supuesto, estaba en la naturaleza de las cosas: Eddie perdió el último desafío con la muerte. Pero... ¿Murió de verdad? Bueno... sí, porque un día dejó de respirar y lo enterraron. Pero vidas como la suya no mueren del todo. Non Omnis Moriar, decía Horacio: No moriré del todo. Algo queda de esas vidas en sus obras, en el mundo a quien dejaron mejor de lo que lo encontraron y en la vida de todos aquellos a quienes inspiraron a vencer la muerte.